Luz

Gladys Milena Vargas Beltrán

Noviembre 2 de 2020

En voz baja, sin despertar a las sombras que normalmente deambulan en los corredores de la vida, con un leve susurro le indiqué a la noche que ya había terminado la oscuridad, que ya me había liberado de las ataduras, de los residuos de un pasado que dejó profundas heridas y me condujo por sendas tenebrosas que paradójicamente me fortalecieron y me hicieron creer más en la grandeza de la vida.

Tomé mis vestiduras rasgadas y molidas, las puse en una bolsa de basura donde también tiré las culpas, los desaires, los fracasos y el rechazo, allí donde arrojé las palabras necias, la soberbia, mis aires de grandeza y la falta de fe.

Metí en la maleta las lecciones, los aprendizajes, los consejos recibidos, mi propio perdón, el amor, la humildad y el consuelo. Empaqué con cuidado mis sueños, las palabras de mis hijos, las oraciones de mi madre y las palabras de aliento de quienes me acompañaron en el camino.

Empecé a desplazarme fuera de la cueva donde permanecí durante más de 4 décadas y empecé a observar la luz del día, con temor, pues sentía que no la merecía, con un miedo indescifrable ya que no entendía si ya me estaba permitido moverme allí con libertad.

Decidí avanzar y comenzar a subir lentamente, con dificultad pues mis pies estaban adoloridos y llenos de lesiones causadas por las piedras que pisé durante este tiempo de sentencia que yo misma me impuse. Mis rodillas temblaban y mi corazón comenzó a latir como un caballo asustado, sin control, caminé hasta la puerta de la cueva y comencé a sentir una brisa fuerte y fresca que tocaba mis mejillas como queriéndolas besar, en tono de saludo y bienvenida.

Comprendí que la cueva ya no era mi lugar, que ya había pagado mis culpas, que había sanado, que estaba rota, pero que ahora era un vaso restaurado por las manos del mejor artesano. Que aunque tenía un pasado, mi presente y mi futuro eran mejores.

Entendí que esa parte de mí que había estado muerta durante tanto tiempo renació, qué tenía una nueva piel, qué mis pulmones estaban renovados y podía ahora darme el lujo de respirar más hondo y mejor. Por fin sentí que despertaba de una pesadilla, la palabra estaba dicha, la sentencia pagada. A partir de ahora las caminatas en el filo del abismo habían acabado, los torbellinos que nublaban mi mente habían huido por entre las rendijas del dolor y se habían desecho a punta de perdón. Sentí como germinaba una nueva persona en mí, un ser más llano, más apacible, más agradecido y con una fe inquebrantable.

Sentí que todo eso se fue y que por fin podía observar el cielo y sus prodigios, la grandeza del Eterno en mí, y yo menguando para vivir mejor. Sentí que mis huesos su fortalecieron, que mi rostro se iluminó, que merecía todo lo bueno y que a partir de ahora recibiría solo lo mejor. Sentí que valía la pena ser, que valía la pena comenzar, que valía la pena volver a soñar y a sembrar, volver a construir y volver a comenzar.

Ahora me paro en la cima de esta montaña y agradezco infinitamente cada dolor, cada lágrima, cada pesadilla, cada lección, pues gracias a ello me siento libre y solté una a una todas las cadenas que me apartaban de mí misma y me he vuelto a amar, he vuelto a vivir, he vuelto a creer y a esperar.

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