Soy madre de dos criaturas de 20 y 23 años y en el camino he tenido que aprender a ser eso “una madre”, sin ninguna universidad que me forme, sin tutores y mucho menos sin un acompañante a mi lado, pues el destino decidió que yo era la única que debía capitanear esta nave tan compleja de tener una familia.
Dentro de este caminar por la aventura he tenido más bajonazos que triunfos pues son más los errores que suelo cometer que los aciertos. Sin embargo no he dejado de hacerlo ni un sólo día, ni una hora, ni un minuto, ni un segundo, porque ello podría significar un naufragio fatal en el que las víctimas son los dos seres que más amo en este vida. En este viaje no me puedo dar el lujo de devolver el barco, de dar un giro inesperado y mucho menos me puedo negar a luchar contra las emergencias que pueden ocurrir como el enfrentar los icebergs de la vida. No puedo quedarme viendo como otros deciden el rumbo de mi familia, o dejar al movimiento de las olas y el viento decidir un rumbo desconocido. Mi misión es la de llegar a puerto con la tranquilidad de saber que fui buena mamá y que estoy dejando a mis hijos el legado más grande, que es el de ser felices, hacer lo que más aman y amarse a sí mismos tanto como para tener el valor de alcanzar sus sueños.
De otro lado, he venido ejerciendo mi labor como docente hace 28 años y de esos años, he estado formando maestros desde hace 15 años. Por el camino he venido descubriendo que ser maestro va más allá de una labor mecánica que se hace día a día como en modo de “piloto automático” sin analizar cuántas vidas estamos ayudando a transformar. He entendido, a veces de forma suave y a veces a los golpes que ser maestro implica formarse cada día, leer, actualizarse, aprender de otros y como no, aprender de sí mismos, porque el dispositivo no viene incorporado para ser los mejores, ese hay que crearlo y fortalecerlo día con día.
Aprender de otros implica la humildad de decir y sentir: “vaya esta persona ha avanzado mucho más que yo en el camino y quiero superar mis límites así como él o ella lo ha hecho”. Aprender del otro involucra la honestidad de decir: “esto no lo sé, pero quiero aprenderlo”. Aprender de otros exige que nos desprendamos de la imagen del sabelotodo y volver a la del aprendiz que está dispuesto a recibir y confiar, a dejarse guiar para poder crecer y transformarse.
Para ello se requiere de una mente infinita de principiante para tener la capacidad de abrir la mente y el corazón, de tal forma que en nosotros exista disposición para recibir todo aquello que nos puede hacer mejorar a nivel profesional, pero sobretodo a nivel personal. Será también determinante la perseverancia, el entusiasmo y el salto sin temores a una zona de aprendizaje que nos puede llevar a donde jamás creímos poder estar.
De otro lado, aprender de sí mismos, requiere de un refinamiento de la observación atenta para entender qué hilos tejen nuestra forma de aprender, de trabajar, de relacionarnos con otros. Por estos días, he entendido que el llegar a conocerme y comprenderme, va a significar un avance significativo en mi vida como maestra y como persona. Debo entender cuáles son mis habilidades, pero también esos aspectos que en mí, están sujetos a mejora. Debo analizar a fondo mi ser, para que la conciencia me indique qué limites reales tengo y cuáles me he impuesto a fuerza de mala energía y baja autoestima en no pocas ocasiones.
De ese análisis depende que descubra el potencial que existe en mí y aquello que Dios ha querido que comparta con otros. Pero también me va a permitir entender que existen categorías en las que no puedo involucrarme porque mi labor va en diferente dirección.
Esto me lleva a algo: ¿cuántas veces hemos sentido frustración por no hacer lo que otro hace tan perfectamente?¿cuántas veces hemos reclamado al cielo por la injusticia de no ser este o aquel?¿cuántas hemos rechazado a nuestra verdadera misión y a nuestros dones porque no estamos viéndolos con claridad debido a que lloramos por lo que no tenemos y no sabemos valorar lo que poseemos?
Descubrir para qué soy buena, entender el propósito para el que fui puesta en esta tierra, puede conllevar a mejorar mi mirada y a reescribir las metas que quiero alcanzar cada día. Y es que a veces nos encerramos en cuartos oscuros, vacíos, solitarios, añorando esto o aquello, pero no nos liberamos jamás porque tal vez estar allí es más cómodo y se corre menos riesgos, porque el miedo o la duda, porque nuestro bajo amor propio no nos permite hacerlo.
Si estoy hecha con un propósito y lo descubro, debo ponerme a trabajar en él, tal vez no clasifiqué en otra categoría, pero no me puedo quedar llorando por ello. Entonces con esa meta debo ponerme a estudiar, a leer, a crecer, a escribir, a escuchar y aprender de otros, a escucharme y a aprender de mí misma, a abrir más y mejores caminos para poder ser la mejor en esa categoría que la vida me puso. Sí, será necesario más esfuerzo, más dedicación, cultivar la fe y creer en uno y en el poder de Dios para que ello sea una realidad.
Y si no clasifiqué en otra categoría y quiero incursionar en ella, pues lo que debe suceder es que debo esforzarme más y entonces aquí también debo formarme, investigar, leer y buscar la forma de entrar en ella, pero no a fuerza, sino ganándomelo, mereciéndolo, luchando por ello. No me puedo quedar llorando, sino que al contrario debo indagar formas de navegar por este nuevo mar que no conozco hasta llegar a conquistarlo.
Nuestro mayor enemigo no es el otro, sino nosotros mismos. Y creo que definitivamente tenemos dos voces interiores que nos hablan al oído. La primera es aquella que boicotea, que destruye, que a cada segundo está diciendo cosas negativas y minimizando nuestros dones. Es esa que te grita y te dice: no naciste para esto, tu no serás capaz, jamás serás aceptado y menos ovacionado, eres un fracaso y siempre lo serás, no sueñes con ser campeón.
Definitivamente a esa voz boicoteadora habrá que acallarla, será necesario destruirla cada vez que intenté apoderarse de nuestra mente. Entonces tendremos que prepararnos para una batalla tras otra, porque esta voz tiene miles de guerreros dispuestos a destruirnos y con nosotros a nuestros sueños.
Debemos escuchar a esa voz que nos habla de lo buenos que somos y del propósito para el que fuimos destinados desde antes de nacer. Será necesario creerle y entender que no hacemos las cosas por figurar o por el reconocimiento del mundo, sino por la alegría de poder ser quienes soñamos ser y que además somos un instrumento para ayudar a otros que sí nos necesitan.
A veces añoramos al dinero, la gloria, la fama, tres cosas que vienen y se irán, son cosas pasajeras que poco o nada contribuyen a nuestra evolución y a alcanzar la conciencia plena que tanto anhelamos. Son cosas que sirven, pero jamás determinarán quienes somos realmente.
Recordemos entonces que hay algo que va más allá de ello. Definitivamente, eso que queda, lo que realmente perdura es más sublime y espiritual. Lo que queda es esa mirada tranquila del otro, el brillo en su rostro, la paz de saber que ayudé a cambiar un poco su vida, la paz de saber que ese ser se va a ir con algo bello que yo le di y que en algo aliviané su carga. Me quiero quedar con esa sonrisa de agradecimiento, con la escena en la que ese otro se pone en pie y sigue luchando, con su avance, me quiero quedar con su progreso con su resiliencia.